De obligada lectura antes de proseguir el viaje

Los textos que encontrarás aquí son retazos desvaídos de la obra de Unois, una mente enferma. Muchos fueron extraídos bit a bit de un disco duro arrasado por los virus, que le fue legado al guardián del "Argos".

Inconexos, incompletos, sin sentido, pero con toda la fuerza de la inconsciencia.

No nos hacemos responsables de las posibles secuelas tras la lectura de estos "Sueños del Argonauta". A partir de aquí, tú decides. Es lo que tiene el libre albedrío.

El finlandés

No recuerdo cuanto tiempo llevaba allí, pero ya se intuían las primeras luces del tirano solar y, de nuevo, los recuerdos se adueñaron de mi alma.

La noche anterior había estado disfrutando de una excursión chamánica en busca de piezas del puzzle cósmico. Una de esas con todo incluido que a veces disfrutaba en el Jardín de la Anfitriona. El cielo no acompañaba y, aunque la primavera acababa de llegar, mi Dama Flor no ofrece los cielos del eterno Comandante Invierno.

Le di el día libre al chino. Necesitaba un descanso. ¡Le tenía ganas, la verdad!, pero la pasada semana sufrió la tortura de una turba de chiquillos queriendo ver los cráteres de la luna creciente y la montura necesitaba una ITV urgente. Además, las nubes altas predominaban. Ni siquiera requerimos a Goliat, la luna llena, junto a Júpiter iluminaba las tenues nubes de la madrugada.

Y allí, en el Jardín, disfrutando del aire fresco de una noche con billete de primera, me sentí en paz.

En uno de esos descansos del Unois que tan necesarios se me hacen con la edad, se encendieron las alarmas del perímetro, y me vi asaltado por una imagen surrealista, otra de esas estúpidas necesidades vitales que tan a menudo me invaden. Allí estaba el finlandés inundándolo todo, en lucha abierta y sangrienta con la luna, como en una guerra de tonos pastel desparramados por el cielo. La infantería se movilizó al instante y, aunque exhausta tras la travesía, el aire fresco nos había sentado muy bien. El coro de Carmina Burana se abrió paso entre el silencio, invitándonos a entrar, pero un temblor en el corazón puso en marcha la magia.

Unois abrió los brazos y la maquinaria se despertó. La señal de "A toda máquina" apareció en el panel y todo se aceleró. Las calderas ardían y la pasión se desbordó del cazo.

¡Necesitábamos al finlandés! Houston despertó tarde, como siempre, y vomitaba las visiones aleatorias del sistema de búsqueda, mientras musitaba esa cháchara inmunda que tanto odiaba. ¡Echaba de menos a Turco!, pero el animal no se acostumbraba a la casa. Acordamos que disfrutase de un jardín de verdad. A veces me arrepiento, pero entonces lo visito en su nuevo domicilio y cambio de idea.

Un flash con la imagen del cabrón del finlandés descansando en la guantera del coche de mi compañera lo iluminó todo, y un hilo de desesperación de coló entre las diapositivas.

Esa noche estaba de guardia velando los sueños de la princesa. Se había acostado tarde y necesitaba descansar, por lo que nos regíamos por el programa "cero absoluto".

Pero las órdenes venían de arriba, todo estaba perdido. Esas órdenes no se discuten, se acatan.

La infantería, eficaz pero torpe, aseguró el traslado al garaje y me disponía a abrir la puerta delantera cuando otro flash lo congeló todo. Houston había encontrado una incompatibilidad con el programa cero. Me dejé las llaves puestas y, si abría la puerta, una alarma espantosa rompería el espectral silencio de la catedral. El maletero parecía la única opción de entrada, dado que no recordaba si las puertas traseras harían saltar la alarma. Me negaba a entrar en el coche como si fuese un ladrón imbécil, por lo que el coro del Burana comenzó a envolverme de nuevo.

Y justo en el momento en que el aroma de la retirada impregnaba mi piel, llegó la tragedia. Houston volvió a rumiar su maldita jerga de mierda, y el caos se apoderó de la situación. La luz azul del estadista iluminaba el panel, confirmando un resultado muy amplio a favor de entrar por las puertas traseras sin riesgo alguno, y una sobredosis de adrenalina enrabietó a la infantería.

Recuerdo abrir la puerta trasera derecha y que me percaté de la cagada de Houston, el asiento del copiloto estaba configurado en posición relax, todo hacia atrás e inclinado unos 40º. El programa cero no permitía probar por la otra, muy arriesgado, indicaba. Sabía que mis 100 kilos largos no me permitirían acceder a la guantera con facilidad, pero cuando quise reaccionar, me encontraba aprisionado por los asientos delanteros mientras el freno de mano me estrujaba los huevos de forma salvaje. El dolor se abrió paso por las trincheras de mi cuerpo, y me sentí hundir.

La situación era desesperada, el aire no llegaba y comenzaba a sentirme exhausto. Estaba encajado entre los asientos, y mis pulmones, agotados por la falta de aire, se agitaban de forma compulsiva. El dolor, duro y áspero como nunca antes lo recuerdo, comenzó a retroceder por la merma de oxígeno.

Con todas las luces en rojo, intentando robar una brizna de aire en unos pulmones vacíos, volví a preguntarme, ¿como cojones hemos llegado a esto?

Poco a poco, la niebla fue ganando terreno, mientras el dolor se mitigaba y mi mente se dormía...

Y aquí estoy, yaciendo en postura imposible dentro de un utilitario, acompañando al infinito temporal, y pensando en el disgusto que mi compañera se va a llevar cuando salte la alarma...

De la colección "El Unois del Argos" (2005) - Unois


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